viernes, 31 de octubre de 2014

Yo no me subí a los árboles



  "...Esta experiencia proporciona el conocimiento de que las técnicas amatorias son aspectos secundarios, y que lo esencial de la sexualidad y de la capacidad orgástica humana, es el deseo. Refiriéndome a la sexualidad coital, que es la más conocida, creo que todo el mundo sabe que se pueden practicar las 400 posturas del kamasutra, y ni rozar siquiera la experiencia de una relación espontánea guiada por el deseo. Las posturas por sí mismas no nos derriten por dentro ni producen flujos. Sólo lo hacen en la medida en que ayudan a la inducción o producción del deseo. El deseo por sí mismo, antes de guiarnos hacia cualquier postura, sólo con producirse, nos derrite y nos licua."

Casilda Rodrigañez


Cosimo Piovasco di Rondò se negó a comer un plato de caracoles cocinados por su hermana.  De ese modo rompió con el mundo de los adultos,  y a partir de ese momento se encaramaría a la copa de los árboles para no volver a pisar nunca jamás el suelo. Me recuerdo agradecida y admirada: por fin alguien se revolucionaba a favor de los caracoles; animales mágicos, sagrados  y sexuales por excelencia.

Aunque todavía yo no fuera consciente, su historia tenía mucho que ver con la mía; desde muy temprano lo que comenzaba a sentir entraba en violenta contradicción con lo que supuestamente estaba bien:


“Lo descubría asustada: el mundo aprendido estaba equivocado.

No tenía por qué ser así, no tenía por qué ser de ningún modo. Y si me dejaba llevar por “lo correcto” y me perdía todo lo que estaba ganando, ¿cómo iba a perdonarlo? ¿Qué iban a darme a cambio? ¿Cómo iban a compensarme luego?

Hubiera tenido que vengarme por no haber podido elegir desde mi propio criterio, y eso me daba mucho más miedo. Ese rencor”


Yo no me subí a los árboles, pero me posicioné del lado de lo que sentía, del deseo. 
Quería crecer en esa dirección, impregnarme todita entera. Aprender  la relatividad de todas las verdades, confirmar mis sospechas; los adultos no tenían ni idea. Defendían unas ideas que no acariciaban, que no hacían cosquillas, que no daban calor ni placer. Estaban materializados sólidos. No hablaban desde la apertura, desde lo blandito, desde la disolución. No parecía que supieran transmutar ni fusionarse.

No sabían de sexo caracoril.

Los caracoles se reconocen al tacto muy despacio, a ciegas. Como si realmente fuera un milagro increíble haberse tropezado con otro caracol y quisieran confirmarlo, una y mil veces, tocándose por todas partes, comprobando que es cierto. Cuando por fin se lo creen, entran en trance. 
Se abandonan, pierden todas las nociones y desaparecen los límites entre el uno y el otro para convertirse en un único animal nuevo que no existía antes. Al deshacerse, se llenan de babas y de espuma, y durante horas juegan a descomponerse  y a componerse el uno al otro.
Hermafroditas,  los caracoles penetran y son penetrados. El esperma pasa a través de un dardo calcáreo y cabe la posibilidad de que se perforen de paso el corazón o el cerebro. En ese caso, mueren.

La evidencia de lo que irremediablemente es ilumina los caminos y desaparece las fronteras.



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