"...Esta
experiencia proporciona el conocimiento de que las técnicas amatorias son
aspectos secundarios, y que lo esencial de la sexualidad y de la capacidad
orgástica humana, es el deseo. Refiriéndome a la sexualidad coital, que es la
más conocida, creo que todo el mundo sabe que se pueden practicar las 400
posturas del kamasutra, y ni rozar siquiera la experiencia de una relación
espontánea guiada por el deseo. Las posturas por sí mismas no nos derriten por
dentro ni producen flujos. Sólo lo hacen en la medida en que ayudan a la
inducción o producción del deseo. El deseo por sí mismo, antes de guiarnos
hacia cualquier postura, sólo con producirse, nos derrite y nos licua."
Casilda
Rodrigañez
Cosimo Piovasco di Rondò se negó
a comer un plato de caracoles cocinados por su hermana. De ese modo
rompió con el mundo de los adultos, y a partir de ese momento se
encaramaría a la copa de los árboles para no volver a pisar nunca jamás el suelo.
Me recuerdo agradecida y admirada: por fin alguien se revolucionaba a favor de
los caracoles; animales mágicos, sagrados y sexuales por excelencia.
Aunque todavía yo no fuera
consciente, su historia tenía mucho que ver con la mía; desde muy temprano lo
que comenzaba a sentir entraba en violenta contradicción con lo que
supuestamente estaba bien:
“Lo descubría asustada: el mundo
aprendido estaba equivocado.
No tenía por qué ser así, no
tenía por qué ser de ningún modo. Y si me dejaba llevar por “lo correcto” y me
perdía todo lo que estaba ganando, ¿cómo iba a perdonarlo? ¿Qué iban a darme a
cambio? ¿Cómo iban a compensarme luego?
Hubiera tenido que vengarme por
no haber podido elegir desde mi propio criterio, y eso me daba mucho más miedo.
Ese rencor”
Yo no me subí a los árboles, pero
me posicioné del lado de lo que sentía, del deseo.
Quería crecer en esa dirección,
impregnarme todita entera. Aprender la relatividad de todas las verdades,
confirmar mis sospechas; los adultos no tenían ni idea. Defendían unas ideas que no
acariciaban, que no hacían cosquillas, que no daban calor ni placer. Estaban
materializados sólidos. No hablaban desde la apertura, desde lo blandito, desde
la disolución. No parecía que supieran transmutar ni fusionarse.
No sabían de sexo caracoril.
Los caracoles se reconocen al
tacto muy despacio, a ciegas. Como si realmente fuera un milagro increíble
haberse tropezado con otro caracol y quisieran confirmarlo, una y mil veces,
tocándose por todas partes, comprobando que es cierto. Cuando por fin se lo
creen, entran en trance.
Se abandonan, pierden todas las
nociones y desaparecen los límites entre el uno y el otro para convertirse
en un único animal nuevo que no existía antes. Al deshacerse, se llenan de
babas y de espuma, y durante horas juegan a descomponerse
y a componerse el uno al otro.
Hermafroditas, los
caracoles penetran y son penetrados. El esperma pasa a través de un dardo
calcáreo y cabe la posibilidad de que se perforen de paso el corazón o el
cerebro. En ese caso, mueren.
La evidencia de lo que irremediablemente es ilumina los caminos y desaparece las fronteras.